miércoles, 30 de marzo de 2016

cronica

¿QUE ES LA CRÓNICA?

* Una crónica es una obra literaria consistente en la recopilación de hechos históricos o importantes narrados en orden cronológico.
*  En una crónica los hechos se narran según el orden temporal en que ocurrieron, a menudo por testigos presenciales o contemporáneos, ya sea en primera o en tercera persona.



CARACTERÍSTICAS DE LA CRÓNICA

*Puede emplearse el estilo de crónica cuando se trate de informaciones amplias y detalladas escritas por especialistas del periódico en la materia de que se trate, corresponsales en el extranjero, enviados especiales a un acontecimiento o comentaristas deportivos, taurinos o artísticos.

*La crónica debe contener elementos noticiosos y puede incluir análisis (y, por tanto, cierta opinión o interpretación). El autor debe, no obstante, explicar y razonar las interpretaciones que exprese, y construir su texto de modo que la información prime sobre la interpretación. No es conveniente, en cambio, expresar opiniones personales o hipótesis aventuradas. Las exigencias informativas de rigor y edición en una crónica son asimilables a las de las noticias.

*La crónica debe mostrar un estilo ameno, a ser posible con anécdotas y curiosidades. La crónica permite un vocabulario más rico y un estilo más flexible, incluso literario. Una crónica explica las expresiones, las enmarca en un contexto, las evalúa, refleja las sorpresas y describe el ambiente.

*La crónica de acontecimientos deportivos o taurinos no debe olvidar los datos fundamentales para los lectores que no los han presenciado, aunque fueran transmitidos por radio o televisión.

*Por influencia de la terminología norteamericana se llama también crónica a la información que suministran los corresponsales y los enviados especiales, que viven de cerca un acontecimiento en un lugar determinado. Este tipo de crónica se publica con continuidad durante varios días. De este modo, el periodista informa del desarrollo del acontecimiento.



EJEMPLO DE CRÓNICA



El bebé tendría nueves meses y gateaba que daba gusto. La casa era de un solo cuarto grande en el primer piso, el cual fuera una tienda en tiempos idos y ahora alojaba a la familia de la nueva obstetra del pueblo. El segundo piso no servía para habitarse y solo se usaba como almacén de maíz, para secarlo extendido. Las gradas de piedra y adobe que conducían a ese recinto sin puerta eran la delicia del pequeño y se ubicaban en el patio interior. Su papá, su mamá y su hermano mayor de ocho años lo sabían y evitaban de mil maneras que sus manitas agarraran el primer escalón, ya que a velocidades de ternura subía las gradas y podría desbarrancarse en alguna oportunidad.
La vida es apacible en un pueblo donde la existencia se detiene en la modorra de la mañana y parte de la tarde. No ofrece mayores riesgos para los adultos, salvo las fiestas patronales y alguna que otra trifulca con los caballos tercos, los toros de lidia, el arado que no avanza, los amores de tarde en la plaza o alguna molestia estomacal que los llevara de urgencias a la posta. Mientras no pasara nada de eso todo era consumir lentamente los minutos al son del vuelo de los moscardones y su taladrar constante de cualquier objeto hecho con madera, en especial techos, vigas y parantes.
Esa lentitud de vida está bien para los grandes, pero para un bebé ansioso de explorar su mundo no es así. Pero ese día está durmiendo a la una de la tarde, luego de tomar leche, para alivio de la madre que tiene que ir al trabajo en el centro de salud  y que lo arropa y sella todo atisbo de luz solar entrante mediante periódicos, mantas y demás bloqueadores para crear la artificial obscuridad en el cuarto. Dentro de diez minutos llegará del colegio el otro hijo y cuidará al pequeño, por la tarde arribará en la combi el padre y ella llegará por la noche, así es la rutina diaria.
Un zumbido despierta al pequeño.
La puerta al patio interior (y a las escaleras) no estaba bien trancada.
A un costado de la casa está la comisaría y allí descansa el teniente Fernández. No hay mucho que hacer ese día así que reposa de la guardia de la noche. Una voz se cuela entre la pesadez del calor y llega a sus oídos somnolientos. Trata de no hacerle caso pero instintivamente se para y sale a la puerta principal.
Al llegar tarda un instante en acostumbrar los ojos a la brillantez del día y mira asombrado la escena que se le presenta.
Allí, a menos de un salto esta un pequeño de ocho años, el hijo de la nueva obstetra, con los brazos en alto dirigidos hacia el balcón de la casa.
—¡Manito no te sueltes manito! —es el ruego que hace.
El efectivo eleva la mirada un poco y ve al bebé colgando del balcón, sus manos están agarradas increíblemente soportando todo su peso.
El instinto lo hace moverse.
Los dedos del pequeño no aguantan más y cae en medio del grito de su hermano, el cual se siente empujado a un costado por una fuerza irresistible.
El teniente logra atrapar al bebé justo en la caída y lo abraza. El otro niño se levanta raudamente del suelo y estrecha con sus bracitos al policía.
Por la noche, al calor de un pisquito y gaseosa, un caldo de gallina y muchas risas, se cuenta una y otra vez la anécdota. El bebé duerme plácidamente en su camita, soñando nuevamente en remontar las escaleras y alcanzar por fin a ese animal misterioso que entra y sale de los huecos de las maderas del balcón.















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